jueves, 18 de agosto de 2011

Tras la piedra filosofal de los lectores

Héctor Torres*

   Me encanta visitar librerías. Sobre todo esas de libreros amigos que alternan entre conversar un poco y dejarme solo mientras atienden sus clientes. Esas que dejan al visitante revisar libros en paz y ofrecen la hospitalidad de un sofá. Son las que me hacen sentir en casa. Un refugio perfecto para eso de salirse del tiempo en esta ciudad bulliciosa y apurada.

   Me gusta ese silencio respetuoso que adopta la gente al entrar en las librerías. De hecho, disfruto tanto o más observar las actitudes y ritos de la gente cuando están en ellas, que revisar los estantes. Las librerías poseen algo que no tienen las bibliotecas, y es esa mezcla de ambición y prudencia, de avidez y sensatez que se observa en los potenciales compradores, mientras sopesan qué llevarse y qué forzosamente dejar. Ese “dejar” que tiene la esperanzada connotación de postergar. Esa posibilidad cierta de poder llevarse a casa la joya que tienen en las manos. Es común verlos con un libro, convencidos de haber decidido finalmente su elección, para detenerse ante un título ya camino a la caja, con cara de haberse complicado la existencia cuando todo parecía resuelto. Son decisiones vitales en las que se pone en la balanza el deber y el poder.

   Cada libro comprado es el fruto de una decisión entre dos necesidades o dos placeres. O el vicio que prevaleció frente a la cordura de lo tangible. O la irrupción de la vida en toda la extensión de su paleta de colores frente a la gris realidad. O, paradójicamente, escoger regalarse un capricho en lugar de la prudencia, a efectos de seguir creciendo. Que es como decir, escoger crecer en lugar de sentar cabeza.

   Por eso me enternece un poco la típica escena de ese cliente que, sacadas las cuentas mentales, hace un grave gesto moviendo la cabeza de un lado a otro y, ya resignado a que no se lo llevará, oculta un libro entre los estantes, con la candorosa esperanza de encontrarlo allí la próxima quincena. Los más curtidos los ocultan en sitios inesperados. Es una escena que con suerte se presencia, aunque a veces no se ve pero se intuye cuando uno consigue una antología poética escasamente conocida entre los estantes de la sección de Cocina. O de autoayuda. En esos casos uno puede estar asistiendo a una historia de cofre enterrado en una playa del Caribe.

   Me gusta ese imperceptible brillo que hay en la mirada de los clientes que, ya decididos, se acercan a la caja con su compra, satisfechos de saber que, aún descalabrando su presupuesto, se salieron con la suya, dándose un regalo inapreciable. Viendo los libros que están facturando, ese brillo pareciera decir: “Ya no es del que se lo lleve, ya es mío”.

   El que pasa horas frente a estantes de librerías está deleitándose de la maravilla infinita que encierran los libros, está dando una mirada dentro de un Aleph lleno de letras, portadas, nombres, editoriales, tradiciones, fechas de impresión, opiniones de contratapa, malos trucos de mercadeo, joyas fabulosas, amigos que no saben el bien que han hecho, recuerdos de compañías valiosas en momentos fundamentales… Es un universo que se echará a andar nuevamente (como quien se sorprende al descubrir que se enamoró de nuevo) ante cada lector que abre la tapa de un libro por primera vez.

   Pocas cosas hay más hermosas que ese encuentro cotidiano y a la vez único entre libros y lectores, ese cruce de dos trayectorias; una que empieza con alguien en la soledad de su estudio urdiendo la manera de explicarse el mundo, y otro que decide llevarse a casa el resultado de aquel intento.

   La compra de un libro es una escogencia (del libro al cliente, usualmente), es un pacto, una intuición con aires de certeza, es la sabia conciencia de que todo beneficio debe ser mutuo y que todo lo que la vida da es el producto de un intercambio.

***

   Estaba una tarde en la librería Templo interno conversando con Alexis Romero. Era un día de semana, lejos de toda fecha de cobro. La librería estaba sola, con la excepción de un muchacho que revisaba entre los estantes con una avidez y un ardor que me produjo nostalgia por la Sed que se va quedando en el camino. El muchacho no llegaba a los veinte años. Buscaba entre libros y cada hallazgo que consideraba valioso lo apartaba en un montoncito que iba haciendo. Cada nuevo hallazgo parecía animarlo a seguir la búsqueda entre estantes. Alexis y yo lo observábamos. Sus veinte años, su avidez, sus preguntas, eran un todo que nos hacían intuir que nos encontrábamos ante alguien con un “vicio” recién adquirido. Ante un feliz nuevo vicioso.

  De pronto, como los que se están besando en público y súbitamente los ataca el pudor, el muchacho despertó del trance y, con inquietud, se percató del tamaño de su selección. Arrastrando los pies hacia lo que sería el encuentro con una mala noticia, se acercó a la caja diciendo:

      -Bueno, será que me da los precios para ver qué me puedo llevar.

  Luego de sopesar cuidadosamente, hacer todas las combinaciones posibles, recibir descuento y pagar sin resignarse a lo que estaba dejando, lo vimos abandonar la librería con ese aire que tiene todo el que acaba de ejecutar un acto que lo hizo más adulto. Alexis rompió el largo silencio de nuestra contemplación, para comentar risueño:

     -A este lo acaban de enviciar. Ya su cartera no tendrá paz.

***

   Los lectores (entiéndase bajo este rubro a esas personas que leen libros frecuentemente y por placer) siempre serán una minoría. Una minoría orgullosa y cómplice. Ver a alguien leyendo en el Metro o en una plaza produce el irrefrenable deseo de husmear la tapa para conocer qué lee, como si ello nos fuese a proporcionar información acerca de esa persona, o como si el nivel de simpatía ya alcanzado pudiese crecer dependiendo del título que descubramos en sus manos.

   ¿Qué hará de alguien un lector furioso? ¿Qué hace que todas esas personas que asisten a las librerías como quien va a su iglesia personal, hayan crecido o estudiado con gente que siente desprecio o indiferencia hacia el libro? ¿Quién y cómo sedujo a aquel muchacho que compraba en Templo Interno en el vicio de leer? ¿Por qué fracasan tan estruendosamente todos los planes oficiales de masificación de la lectura? ¿Qué será del Plan Revolucionario de Lectura?

    Esa minoría que son los lectores en todo el mundo, es más minoría en unos países que en otros. Por ejemplo, mientras que en Colombia o México se leen tres libros al año por habitante, en Venezuela esa cifra se reduce a uno. ¿Qué elemento tan inasible es ese que no se puede reconocer con facilidad y que es tan difícil de reproducir en una experiencia colectiva, que hace que los lectores tengan de apasionados lo que tienen de minoría?

   En marzo de 2005, a propósito del Día del Libro, desde Ficción Breve Venezolana hicimos una amplia consulta entre escritores, editores y libreros, a fin de conocer esos libros que los iniciaron en el hábito de la lectura. Estamos hablando de los libros culpables del destino literario de relevantes figuras venezolanas en el ámbito de la literatura. Parte de la respuesta de la novelista Victoria De Stéfano, parece asomar una luz a esas preguntas que parecen no tener respuesta: “Los libros, las novelas, que marcan la fascinación por la lectura, si no lo hacen en la infancia y en la primera adolescencia, no lo hacen nunca”.








*Narrador venezolano.
Cofundador y editor del Portal Ficción Breve Venezolana
@hectorres



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