jueves, 8 de septiembre de 2011

Historia sobre Malone

Jesús Miguel Soto*


   La historia me la refirió Larry la misma noche del asesinato de Malone. Advierto en primer lugar que hay que saber escuchar a Larry; un poco de alcohol ayuda a adentrarse con paso firme en sus frases laberínticas; pero un exceso de tragos puede hacer que uno se pierda en ese laberinto, o que  no se sepa cómo se entró, o en el peor de los casos que ni siquiera se sospeche que se está en el interior de una estructura dédálica. En ocasiones, las extensas digresiones de Larry sirven para evidenciar sus mentiras pero también para hacerlas pasar por verdaderas. Una historia de Larry nunca es del todo cierta, pero tampoco del todo falsa. Hay que sopesar con cuidado sus eufemismos, escudriñar en sus balbuceos trémulos, inferir a partir de sus silencios súbitos; jamás hay que interrumpirlo ni contradecirlo, sino dejarlo desembocar a su propio ritmo en el final de su historia.
            Sin embargo, la historia que me contó Larry la noche que mataron a Malone fue más bien precisa, sin sus eternos rodeos habituales y libre de florituras innecesarias. La contó en un tono distinto al resto de sus narraciones, lo cual indicaba que si esta vez era verdadera, el resto de sus historias eran falsas. Según su repertorio narrativo, él mismo había sido tripulante de un barco malayo que intentó invadir Puerto Cabello en 1972 pero que se quedó varado en Curazao y entonces todos sus miembros se dedicaron a la hotelería y al comercio ilegal de carne delfín; también contaba que fue policía durante ocho años y desmanteló él sólo una banda de curas narcotraficantes pero nadie le creyó y por eso fue expulsado, o que había sido el pionero del negocio de las tarjetas telefónicas pero las grandes trasnacionales conspiraron contra él y le quitaron “todo, menos esto”, y  se tocaba los testículos, el corazón, la cabeza o algún otro órgano.
            A veces pienso que el relato de la última noche de Malone, fue tan solo un episodio más de una narración de mayor envergadura que fue tejiendo poco a poco y me la estuvo contando desde hacía días sin que yo me percatara.
            A Larry y al resto de los caballeros de la mesa redonda los conocí hace poco más de seis meses cuando empecé a frecuentar el bar Las Tres Sirenas, un tugurio sifilítico ubicado en la avenida Nueva Granada, cuyos parpadeantes neones multicolores, en vez de adornar la noche, la volvían macabra.
Mi mujer, tras ganar la lotería de Florida, se había largado a los EEUU sin dejarme un miserable dólar, así que me volví adicto a las ninfas marítimas de la taberna, muy profesionales todas, enamoradas de su oficio y muy diligentes. Un mes de caricias prodigiosas me hicieron olvidar rápidamente a Nastascha, mas no pudieron apartar de mi memoria el brillo dorado del cartón rectangular donde ocho números pares decretaron la desdicha mía y la felicidad de ella, cifrada en un cuarto de millón de billetes verdes.
            Poco a poco Las tres sirenas se fue convirtiendo en mi segundo hogar, seguido de mi habitación, que compartía con tres mandarines silenciosos en la avenida Fuerzas Armadas. En fin, el bar era de esos lugares, que aunque repulsivos a primera vista, terminan acogiéndolo a uno con cierta placidez enguantada. No era yo el único que estaba allí a mis anchas. Lucho cara ´e piedra, de quien se decía que era eunuco por su reticencia a estar con las chicas, también lo había hecho su segunda patria, al igual que El pollo Andrade, quien desde muy temprano en la mañana entraba por la puerta de atrás y en solitario iba calentando la mesa de billar a tal punto que cuando llegábamos los clientes nocturnos ya la fatiga en sus muñecas no le dejaba ejecutar las gloriosas maniobras que decía realizar cuando todos estábamos ausentes.
            Pero uno de los más singulares sireneicos era Larry. Su forma de moverse por el bar, manosear los culos redondos de las chicas y pellizcar sus pezones con desparpajo daba a entender que era uno de los clientes más asiduos y más antiguos por lo que gozaba de ciertos privilegios proscritos al resto de los clientes normales. Larry era de esas personas que uno no quiere saber a qué se dedican, ni siquiera descubrirlo por error. Con su aire bonachón y altivo nos fatigaba con sus historias interminables, enrevesadas y contradictorias. En mi vida anterior seguramente le habría huido a una persona como él, pero ahora me daba igual que orbitáramos en el mismo espacio, pues yo me había convertido en una vaca insomne que se deja atacar por bandadas de moscas. Me daba lo mismo escucharlo; sin embargo no me atrevía a  mirar mucho hacia el bulto que se insinuaba en su costado izquierdo a la altura de su cintura, como sobresaliendo del pantalón y apenas cubierto por sus coloridas chaquetas de fieltro.
            En cuanto a Malone, recién tenía dos semanas de  haber comenzado a frecuentar el local y aunque no conversaba mucho fue acogido en la redonda mesa de plástico donde nos empotrábamos a partir de los miércoles hasta los domingos a esperar que algún hecho fortuito le diera emoción a nuestras aburridas existencias. La verdad no eran muchos eventos de este tipo pero cuando ocurrían al menos nos daban para conversar por un mes entero. Por ejemplo cuando Esmeralda salió corriendo desnuda de la habitación porque un cliente resultó ser una doña disfrazada, o cuando Yadira y Yamilet protagonizaron una pelea de barro en bikini, pero en vez de tierra mojada se untaron con mierda de las letrinas. Recuerdo que ese olor pervivió por varias semanas en las paredes descascaradas del bar y que algunos, tras preguntarse si era parte de un show nuevo, esperaron ansiosos su repetición.
            Como Malone cancelaba sus tragos sin demora, no hacía mucha bulla, demostraba destreza en el dominó y eventualmente brindaba una que otra birra lo dejábamos estar sin mayores problemas en nuestra mesa circular. Pero hay que acotar que había algo extraño en la forma que Larry miraba a Malone y en la forma en que Malone fingía ignorar que Larry lo miraba, y así mismo había cierta extrañeza en la forma en que el resto fingíamos no percatarnos de como Malone fingía no saber que Larry lo veía fingiendo que no lo hacía y en ese juego de fingimientos empotrados unos dentro de otros como las muñecas rusas podríamos pasarnos toda la noche cavilando; pero de esa y de cualquier otra abstracción filosófica nos sacaba el bamboleo de la enormidad mamaria de Celia cada vez que se aproximaba a la mesa con una bandeja llena de vasos almendrados por la coloración del ron.
            Una vez en los urinarios Larry hizo un comentario refiriéndose a Malone: “Este tipo se trae algo raro. Va a joder a alguien aquí”, dijo interrumpiendo mi micción que siempre se frena cuando otro orina al lado. Luego que me dejó solo frente a la obra de Duchamp, libre para llenarla a mis anchas, le pregunté el porqué de sus inferencias, y como respuesta se dedicó a referir una carrera de caballos de la víspera en las que sus corceles quedaron todos en el orden que vaticinó pero al revés: el primero que le jugó quedó de último, el segundo de penúltimo y así, explicó Larry. “Hubieses ganado un montón de plata si apostabas al revés”, le dije. “Y quién dijo que no lo hice”, se río Larry al tiempo que  me mostraba el contenido de un sobre repleto de billetes, verdes, no de dólares sino de 50 bolívares. “Claro, este tipo de negocios se pueden hacer si no hay gente vigilando o estorbándole a uno”, dijo Larry de salida y después se fue tras las nalgas de Lucrecia, la empleada con más trayectoria del bar, quien siempre se  jactaba de que en 29 años de servicio ininterrumpido no se había producido ni un disparo dentro del recinto.
            Esa noche apenas tenía para pagarme un máximo de dos tragos y lamenté que no fuera quincena porque el ambiente rebosaba de festividad; así que no me quedó otra que chuparme mis propios hielos y luego los sobrantes de los demás para tener al menos un vaso con algo en su interior para menearlo. Cuando ya no había más tragos a los que robar agua solidificada, Larry se compadeció y me brindó una botella entera de ron blanco y eso que él no es amigo de compartir lo suyo con nadie. Tras ello se dedicó a sacarme la información de cómo es que mi esposa se ganó 250 mil dólares en Florida y se desapareció sin dejarme un maldito centavo y yo estoy allí tan tranquilo hundiéndome en la miseria y con un sueldo mediocre. Insinuó que la culpa era mía, no por dejarla ir, sino por no irla a buscar y traerla arrastrada por los cabellos y ponerla a trabajar 24 por 24 horas hasta devolverme el último centavo. Le aclaré que, aunque yo era quien jugaba con 15 años de fiel dedicación dominical a la lotería de Barinas sin nunca tener suerte,  ella fue quien compró el boleto de la lotería de Florida con su dinero y por iniciativa propia. Larry, sin  aceptar mi patética explicación, se dedicó a repetir: “24 por 24” al tiempo que volvía a llenar nuestros vasos. Luego, como quien arroja un hueso a un perro, me recomendó un par de números de lotería, pero le dije que no tenía con que jugarlos y entonces me financió la apuesta con un montón de billetes arrugados de todos los colores que sacó del bolsillo izquierdo de su pantalón; tuve la tentación de espiar bajo su chaqueta mientras hacía esto pero me contuve y miré hacia el techo.
            A primera hora de la mañana realicé la apuesta con los datos que me dio Larry. La emoción de haber ganado me retuvo en casa y los mandarines se dedicaron a responder a mi muda alegría con sonrisas muy corteses.
A la noche siguiente les brindé ginebra a todos en el bar, menos a Malone que no se presentó. Alguien acotó su ausencia y Larry, muy solemne como si le ardieran las hemorroides, solo dijo que esta cuadra ya tenía dueño y que mejor que Malone se quedara en su sitio de origen, lugar que era desconocido para todos así como su verdadero nombre; ya que el mote de Malone se lo pusimos nosotros en alusión a la ancha cicatriz que le cruzaba el pómulo derecho y a la expresión de asesino jubilado que ponía cada vez que el alcohol atravesaba su garganta. Y él aceptó ese apodo con naturalidad y hastío.
Como no había nada más interesante de que conversar (pues mantuve en secreto mi modesto triunfo en la lotería) empezamos a conjeturar quién sería Malone, por qué no había venido hoy, cual sería su nombre verdadero y cual la razón de su cicatriz.
            A Larry pareció molestarle la historia y se retiró a otra mesa más bullanguera. Cuando mi grupo se disolvió y yo quedé solo en la mesa, dispuesto a gastarme al menos la mitad de mi ganancia en la lotería, Larry se acercó a mi mesa, no para cobrarme el préstamo monetario y cabalístico que me hizo sino para contarme una de sus historias.
            En fin la historia que me contó Larry la noche que mataron a Malone fue algo breve comparada con las demás. Según Larry, la noche anterior, Malone estaba dándole duro al ron en un rincón ni tan sombrío de Las tres sirenas. Junto a tres desconocidos sin nombre armaron un dominó que se prolongó hasta las tres de la madrugada. Los boleros brotaban melancólicos de la desvencijada rockola. Nadie movía un pie, pero los ojos tristes de la mayoría bailaban a través de los recuerdos de algún despecho atragantado. De todos modos: ¿cómo iban a bailar si eran puros hombres? Todas las chicas estaban ocupadas en las habitaciones y abajo los clientes esperaban pacientemente su turno. La única mujer esa noche era también una clienta, y acompañaba a un viejo en la silla de ruedas desdibujado en  la penumbra de un rincón. La mujer lo acariciaba con esmero pero con un dejo imperceptible de lástima. Las facciones eran borrosas, desde la mesa de Larry lo único que se distinguía eran las brazas de  sus cigarrillos que oscilaban como péndulos fatigados. En algún momento la silla, empujada por la dama, rodó de modo ceremonial rumbo a la puerta de salida y se detuvieron frente a Malone. La mujer se inclinó como si le fuera a pedir un cigarrillo o fuego o algo así, pero no, lo que hizo fue marcarle en la mejilla a Malone un beso púrpura de labios gruesos y torcidos. Después fue que salieron. Los cuatro de la mesa se rieron contagiosamente hasta desbaratar el esqueleto de piedras blancas y bañarse un poco en ron. El que hacía pareja con Malone, un joven muy blanco, comenzó a reír en falsete, casi que temblando de nervios y no atinaba a encender su cigarrillo y alguien lo ayudó a sostener con firmeza el yesquero. Sin embargo un brillo en sus ojos daba la impresión de que había hecho un buen negocio con su vida y que merecía celebrarlo. El joven se puso de pie con mucha calma, escupió el cigarrillo al suelo. Miro al grupo con serenidad, más bien con resignación, aunque quizá sólo miró a Malone, y Malone respondió a su mirada como queriéndole decir algo que no sabía cómo decir.  El joven se movió de tal manera que pensé que también le iba a dar un beso a Malone, pero lo que le estampó fue un corte de cuello con una navaja mínima pero muy brillante, y la sangre de Malone empezó a salir como desesperada. En el alboroto de socorrer a Malone el joven se esfumó como una sombra, sosteniéndose el pecho como si el corazón se le estuviese saliendo por la tetilla.
            Le dije a Larry que la historia había sido bastante entretenida y sobre todo verosímil con excepción del pequeño detalle de que Malone venía entrando más vivo que nunca, por la puerta de Las tres sirenas. Larry sonrió con modestia o con desdén. Sus gestos son tan confusos como sus frases. Chocamos los vasos y cambiamos de tema.
Más tarde, en el baño, Larry me interrumpió de nuevo el flujo de mi espumosa orina etílica. Se peino el bigote frente al espejo, se ajustó los pantalones, y dijo que esta noche yo sería muy feliz. Me pareció extraño que orinara en la poceta en vez de un urinario. Antes de irse se cercioró de que yo inspeccionara el cubículo donde había meado y tomara un sobre amarillo, grueso, firme, y lo guardara con esa seguridad que sólo transmite el dinero en efectivo. Me dijo que sus historias nunca eran falsas. Si quieres multiplicar esa suma juégale al caballo 8 en la tercera carrera de mañana, si no quieres déjalo así, igual es bastante plata. Se peino el bigote con un peinecillo de finas cerdas y de nuevo de fue tras las nalgas de Celia. Horas después, cuando la madrugada se apretaba en el cielo degollé a Malone mientras jugábamos una partida de dominó y me perdí en la noche con el grueso sobre amarillo envuelto en mi chaqueta para protegerlo de la lluvia.

* Ganador de la VII edición del Concurso Nacional de Cuentos Sacven


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