Giovani Mendoza*
Seis millones de historias tiene la ciudad de Caracas…
(Pedro Navaja, si Blades hubiese nacido en San Agustín)
Ismael, es un tipo joven, un tipo como cualquier otro; es un buen tipo.
Creció escuchando música popular de toda clase, desde Julio Jaramillo hasta Cornelio Reyna, desde lo más comercial difundido por la radio y la televisión, hasta lo menos conocido y, por tanto, menos rentable para la industria de la música. Pero en su vida, esa mezcla de sonidos afrocaribeños que cobró su forma definitiva y comercial en la Nueva York de los años setenta, y a la que se le llamó “salsa”, gracias a la ocurrencia de un locutor venezolano, según reza el mito urbano, tuvo siempre un lugar especial. A los quince años, en pleno romance con su adolescencia, tuvo un acercamiento particular con la llamada “salsa brava”. Había llegado en ese momento al pueblo en el que vivía, un bajista fanático de esa música. Ismael y el bajista se cruzaron fortuitamente en el reclutamiento de músicos locales que una “niña bien” estaba haciendo, porque se había encaprichado con la idea de ser cantante pop y tener su propio grupo. Por supuesto, aquello no prosperó más allá de dos o tres reuniones de esas hechas a la medida para perder el tiempo.
Pero valió la pena. Ismael y el pana del bajo coincidieron en su gusto por la salsa vieja, la brava, “la de verdad”. Fue allí cuando comenzó ese cortejo con la historia del género, con las historias que contaban sus canciones y, aún más, con las a ratos desgarradoras historias –las reales, ahora sí- de sus principales protagonistas. Fue en ese momento cuando tomó conciencia de la existencia de un Héctor Lavoe, un Richie Ray, un Willie Colón, un Rubén Blades, un “Cano” Estremera; de sus tocayos Ismael “Maelo” Rivera e Ismael Miranda, apodados “El sonero mayor”, el primero, y “El niño bonito de la salsa”, el segundo. (En solitario, disfrutaba con la tonta fantasía de haber sido bautizado con ese nombre, en honor a estos colosos del ritmo, al menos a uno de ellos, cualquiera de los dos, no importaba). Pronto, comenzaría su nada común costumbre de apilonar en algún polvoriento rincón de su memoria, motes de salseros de todas las épocas.
Un detalle: Ismael tocaba piano popular, de allí su vínculo con los ritmos latino-caribeños y su admiración a Enrique Arsenio Lucca, mejor conocido como “Papo” Lucca y a “El judío maravilloso”, Larry Harlow, los cuales encabezaban una larga lista de ases de las teclas. La colección de apodos, como se ve, crecía.
Al poco tiempo, Ismael se mudó a Caracas a proseguir sus estudios, formando parte de esa historia de migración de quienes se desplazan de su entorno rural hacia las urbes. Ahora vivía en la misma ciudad de la que le hablaba aquél bajista que conoció en su pueblo de origen, el cual había salido huyendo de las penurias de subvivir en un barrio caraqueño. Corría el año 1996 cuando Ismael llegó a Caracas; era el mes de septiembre. Solo, en una ciudad como esta, que te acaricia y te golpea al mismo tiempo, hostil y amable a la vez, aprendió a apreciar el paisaje sonoro que lo rodeaba. Eran los tiempos en que la emisora CNB (Circuito Nacional Belfort) era la radio salsera predilecta de la ciudad. “Después la jodieron”, pensaba cuando recordaba que CNB dejó de ser salsera paulatinamente, sin que nos diéramos cuenta; ahora, ni siquiera existía el circuito.
Ese año, dos piezas sonaban mucho en esa radio, cobrando un significado especial para él, que desde la distancia, desde la diáspora, se aferraba a la música que lo rodeaba, que lo apasionaba: Aguacero, de El Gran Combo, y Mentira, de José “Cheo” Feliciano, dos canciones ideales para el despecho, para cantarle a ese amor ausente. A los dieciséis años, y totalmente desprovisto de su historia reciente, lejos de su gente, de sus amoríos, de su familia, este par de piezas venían como anillo al dedo, lo marcarían para siempre. Fue allí cuando comenzó a preguntarse qué escuchaba el transeúnte caraqueño, con qué música tenía contacto cotidianamente, qué lo sensibilizaba. La pregunta tuvo varias fases. Primero había que definir de qué espacio estábamos hablando: ¿fiestas privadas, eventos en vivo, conciertos? Qué tal si nos preguntamos cómo interactúa un peón caraqueño con la música que escucha a diario montado en una camionetica, por ejemplo, pensaba. Descartó el metro para delimitar su objeto de estudio. Pero no fue tan fácil para él. Tenía que depurar esa pugna que vivía dentro suyo entre ser un académico, alguien que tocaba en una orquesta sinfónica, y ser un músico popular, alguien que, a los quince, había fundado en su pueblo natal, una orquesta de salsa con un bajista que había llegado de Caracas pocos años atrás. Al final, la academia ganó terreno, e Ismael quedó casi autoexcluido de la música popular. No se atrevía a dar el paso. Tuvieron que pasar otros quince años para sacarse de encima esa absurda dicotomía y asumir, que música es música. Curiosamente, fue la propia academia la que le dio las herramientas para reconciliarse con la música popular. Recordaba, por ejemplo, aquél artículo fantástico que Don Ismael Fernández de la Cuesta le había enviado meses antes, titulado “Música popular-Música culta. Una revisión crítica” y en el cual, entre otras cosas fascinantes, explicaba que esa oposición binaria pertenecía a una antigua concepción de la música en la que estaban implicados otros binomios opuestos, como: música oral-música escrita, música alta-música baja, música religiosa-música profana, música teórica-música práctica.
Con treinta y dos años a cuestas, ya habiendo superado aquél viejo e interno pugilato que había entre las concepciones de lo culto y lo popular, grabadora en mano, Ismael salió por fin a la calle a cumplir una vieja aspiración: investigar, in situ, qué tipo de música escucha el caraqueño en su diario deambular por la ciudad. Esto fue lo que recogió.
Bitácora sonora caraqueña
27 de mayo, Clínico UCV – El Silencio (17’57’’). Desde la parada suena, Sin poderte hablar, de Willie Colón. La pieza es cortada abruptamente dando paso a Llorarás, de Oscar de León, el himno por excelencia de la salsa nacional. Por primera vez me doy cuenta de que hay al menos tres planos sonoros superpuestos: uno que viene de afuera (cornetas, motos, carros, etc.); y dos que vienen del interior del transporte (la música propiamente y la interacción de la gente). La gente conversa, la música está a un nivel que lo permite, quedan algunas conversaciones registradas en el grabador. Luego, sigue la música en este orden: Un verano en Nueva York, de El Gran Combo; Mala Suerte, de Henry Fiol y El nazareno, de Ismael “Maelo” Rivera, en medio de la cual llego a mi destino (El Silencio). Poco antes de bajarme en mi parada, atravesamos el túnel: el estruendo de afuera ahoga la música y el calor, mi respiración; prácticamente no se escucha nada en ese trayecto. La travesía toda me toma casi 18 minutos, o, lo que es igual, cuatro canciones, confirmando definitivamente el carácter temporal de la música, como decía Stravisnky: “La música nos es dada con el único objeto de establecer un orden en las cosas, incluyendo de un modo muy particular, la coordinación entre el hombre y el tiempo”. Recuerdo la frase del gran compositor ruso, hago las relaciones pertinentes y sonrío por la ocurrencia.
27 de mayo, El Silencio -La yaguara (10’58’’). Una vez en mi destino, tomo otra camioneta para ir a la Av. San Martín, un trayecto mucho más corto que el anterior. Suena Gotas de lluvia, de El Gran Combo, la cual es comenzada tres veces por el conductor. Estará destilando algún despecho, se me ocurre pensar. La música es ensordecedora, no hay espacio para hablar. Noto el porta equipaje de la unidad, decorado con motivos geométricos tipo graffiti, de muchos colores, aún con el plástico protector, debe ser nuevo. A medio camino entra un vendedor ambulante, e inmediatamente el conductor detiene la música para que el vendedor, haga su trabajo: vender caramelos, de fresa en esta oportunidad. Por un momento me sentí en un cuento urbano de Lucas García París o una película de Chalbaud. Casi terminando el vendedor su oferta, el chofer, trastocado en una especie de DJ, vuelve a poner la música a medio sonido. Hay entonces tres planos sonoros, el de la calle (carros, cornetas, etc.) y el del interior de la unidad que se divide en dos (la música y la interacción entre el vendedor y los pasajeros). Es una especie de contrato social no escrito en parte alguna, supra constitucional, una suerte de “tú me ayudas que yo te ayudo” tácito. Al poco rato el vendedor sale de escena. El conductor corta abruptamente la pieza anterior y le sigue Carbonerito, de la misma agrupación puertorriqueña, quizá una de las menos conocidas. La música baja y sube constantemente; el chofer cambia de pieza como buscando algo que lo satisfaga. Inserta un nuevo disco.Suena la voz de un locutor que dice “Fuerza Premium”, con efectos de reverb, acaso será Waldemaro Martínez, una de las voces emblemáticas de la música urbana, detalle en el que casi nunca pensamos. Recuerdo entonces, en el afán por buscarle la vuelta científica a mi estudio, aquél artículo “La historicidad del paisaje sonoro y la música popular”, en el que Julian Woodside, explica que en Ciudad de México, “cuando uno hace uso del transporte colectivo también se expone a microespacios sonoros como los microbuses y taxis, donde cada conductor decide que música escucharán los usuarios, mezclado con el tumulto de la ciudad”. Y es que, hasta donde sé, el único chofer que usa audífonos es Otto, el que conduce el transporte escolar en Los Simpson. Esta vez, llegar a mi destino me tomó unas tres canciones. Nunca me había dado cuenta de que la música sirve, entre otras cosas, para llevarle el pulso al tiempo. Pongo cara de reflexivo y vuelvo a sonreír.
17 de junio, Santa Mónica – El Silencio (4’47’’). Suena Rebelión, del recientemente desaparecido Joe Arroyo. En la ecualización de la pieza resalta la presencia de bajos, cosa muy común en este tipo de ambientes. Carros, cornetas, el ruido de la calle, una ambulancia. Varios pasajeros (hombres), llevan el ritmo en el techo del transporte, van de pie. Queda en evidencia la fuerza y el arraigo que en nuestro imaginario musical tiene una pieza como esa. Más lecturas vienen en mi auxilio. Esta vez, es el joven sociólogo venezolano Diego Larrique, quien en su trabajo “Las ciudades destruyen las costumbres. Hacia una propia sonoridad caraqueña y otros comentarios”, dice que “la salsa es un género que está en el centro del imaginario musical del caraqueño”, para rematar citando a los Amigos Invisibles: “En un carrito por puesto tú no puedes poner a Pink Floyd, tienes que poner salsita porque es Venezuela. Cuando empiezas a entender eso, empiezas a dejar de decir que es chimbo ¿Por qué son chimbos? ¿Porque a ti no te gusta la salsa?, pero ahí va todo el mundo con el anillito dándole al tubito, esa gente está gozando, osea que chimbo no es”. Pido la parada, justo en el momento del magistral solo de piano de Chelito de Castro, el cual termino de tararear incluso cuando ya estoy abajo y la camioneta se ha ido. Esa es la fuerza de esta música, a eso se refiere Larrique cuando habla de su configuración en nuestro imaginario. Guardo mi grabador mp3, no sin antes grabar la reflexión que acaba de ocurrírseme. Una vez más, sonrío, con cierta satisfacción.
07 de julio, Av. San Martín – Parque Central (14’24’’) . El DJ al volante tiene puesta la canción Mírame a la cara, de Miles Peña, tipo salsa romántica de los noventa. A esta le siguió Nunca te fallé de Holman Solís; la versión en salsa de aquella balada que popularizó Gianluca Grignani, Mi historia entre tus dedos, a cargo de Los Conquistadores de la Salsa; y casi al llegar a mi destino, Preso de tu amor, de Alfredo de la Fe. Todas son salsa romántica que le cantan al amor, al desamor, etc. Por primera vez estoy extraviado. Por primera vez, no se escucha salsa “clásica”. De cuatro registros que hice, sólo en esta unidad se escucha salsa de la nueva camada. Tuve que llegar a casa, grabación en mano, a buscar las piezas en Internet para poder identificarlas. El nivel de la música era alto, lo cual imposibilitaba la comunicación entre los pasajeros. Si hasta para pedir la parada, los decibeles de la música representaban un impedimento.
Reflexiones en torno a la salsa como experiencia de calle
Con estos datos recogidos en su grabadora y cierto aire triunfalista en el ánimo, Ismael por fin se sentó a analizar la experiencia de montarse en una camionetica con un objetivo claro: recabar información acerca del paisaje sonoro propio de este entorno, no una, sino otra y otra y otra vez. Podría hacer esto
muchas veces, debería hacerse muchas veces, piensa mientras el movimiento de
sus dedos sobre el teclado de la computadora, le recuerdan sus días de pianista
popular Piensa, por ejemplo, que aparentemente es esa música que “genérica y cómodamente llamamos salsa”, como dice el musicólogo Rubén López Cano, la que reina en el transporte público caraqueño. Pero, al mismo tiempo, se pregunta si el contexto puede hacer variar el resultado de la investigación: ¿sería lo mismo una ruta urbana en el oeste que en el este de la ciudad?, ¿se escuchará lo mismo en un transporte que recorre la parte “urbanizada” de la ciudad, que el que se desplaza por las zonas marginadas, léase, los cerros caraqueños?
En un plano más teórico, se pregunta por qué la salsa parece ser el bastión sonoro que nos cohesiona identitariamente hablando, ¿por qué es salsa y no joropo el género que abunda en estos espacios? Una posible respuesta parece estar en el nacimiento del género mismo. Esa música que conocemos como “salsa” -pese a la molestia que el término le causaba a Ray Barreto, según Ibsen Martínez- es una música confeccionada, como explica el mismo López Cano, desde la “reconstrucción de señas identitarias en una particular situación de inmigración; la rearticulación de una comunidad en que el peso de lo étnico-cultural prevaleciera sobre lo generacional; y la dotación de respuestas originales u originarias a las necesidades de entretenimiento de un colectivo diaspórico”. La historia de migración, de disgregación fortuita de Ismael no era la única. De hecho, eso era Caracas, así se construyó esta, la ciudad siempre acontecida, sobre todo después del advenimiento del petróleo, a punta de migración, de buscar un futuro mejor. Así que, siendo la salsa la música de la diáspora, el catalizante identitario por excelencia de ciertas realidades latinas, no tendría nada de extraño que nos agrupe, que nos reencuentre con nosotros mismos, o dicho de otro modo, que nos reencontremos en ella.
Al final, Ismael sabe que hay mucho por decir, que hay mucha camioneta por abordar, mucho trabajo etnográfico por hacer, para tratar de comprender una realidad de la que ha sido parte ya la mitad de su vida. Lo importante es que ahora está consciente de que la distancia entre su casa y su trabajo, son unas seis o siete canciones, sean o no, salsa.
*Musicólogo, compositor y flautista
Twitter: @dofasolre
El espacio sacven Creativa no se hace responsable por las opiniones emitidas por los escritores.